Carlota Pérez-Reverte
Seiscientos años antes de nuestra era, una embarcación comercial cabeceaba acompasadamente en las aguas del Mediterráneo, una mañana de verano. Doblaba el Cabo de Palos con un levante suave rumbo a la Fonteta que, a tan sólo una jornada de navegación, era el destino final de una travesía que había comenzado en Malaka. Los ritos propiciatorios se habían efectuado sobre un pequeño altar de piedra, pero no todo se dejaba en manos de los dioses. Conocían los marinos que iban a bordo la costa, una manga de arena con peligrosos bancos a poco fondo, rocosa en sus cabos y con restingas de piedra. Conocían también las referencias y enfilaciones que los guiarían en su ruta. Isla Grosa se distinguiría pronto en el horizonte, y después el Cabo Rojo (Cabo Roig), presagiando la última etapa del viaje. La valiosa carga iba segura en la bodega: un centenar de espléndidos colmillos de marfil africano, estaño traído del Norte, galena y otros objetos más pequeños finamente labrados destinados a las élites del Sureste Peninsular. Sin embargo, al poco de doblar el cabo, el viento comenzó a arreciar levantando crestas de espuma en el mar, ondulado por la marejada. Dejando la Grosa a sotavento, dieron los marinos resguardo a la Isla, el farallón y la laja; pero, bien por descuido o porque el viento o la corriente hicieron abatir la nave, no fue distancia suficiente. Un golpe seco estremeció la embarcación: la laja, difícil de localizar con la marejada, desgarró el casco y partió la quilla. Indefensa y batida por el viento y las olas, la nave dio la vuelta sobre si misma, incapaz de adrizar.
Desde los restos de la embarcación,
ya perdida, la carga fue cayendo hasta los pies del bajo. En una lluvia extraña,
el lastre, la galena, los marfiles y las ánforas atravesaron los 20 metros de agua
quedando dispersos por el fondo. Como hojas otoñales se deslizaron después los
objetos más pequeños: los quemaperfumes, los ponderales, las cestas con piñones
que habían alimentado a la tripulación, las piñas que usaban para hacer fuego a
bordo y los pequeños peines labrados.
Al amainar el viento ya no quedaba
rastro de la nave en superficie. Ninguna pista de la pérdida ni de la
catástrofe. Pero a 20
metros de profundidad, en la más absoluta quietud, los
restos del cargamento permanecerían como testigos de aquella historia, que aún
tardaría muchos siglos en ser contada. Y los restos de otras naves, también
perdidas, vendrían a sumarse poco a poco a este cementerio silencioso.
A lo largo de la Historia, la laja fue siempre
un punto peligroso para la navegación, perdurando en la memoria de los hombres
de mar la leyenda de una piedra que engullía barcos junto a Isla Grosa. Ya en la Edad Moderna se instalaría una
campana sobre la laja, que, con el batir de la marejada, advertiría a los
barcos de su presencia.
Hasta 1958 no se descubrió el
naufragio de este pecio, que ha sido llamado el pecio fenicio del Bajo de la Campana.
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