Ana Parres
Wayne
Levin nació en el 1945 en Los Ángeles, el mismo año que Hiroshima se convierte
en la primera ciudad del mundo en ser pasto de una bomba nuclear. Pero no hablemos
de fechas, ni de edades, ni del tiempo.
Hablemos de fotografía, de hechos tangibles en papeles especiales que consiguen
mantener viva la historia.
Con
doce años, con su cámara de cajón Brownie, comenzó a despertar su curiosidad
por lo visual, por la imagen generada. Y será esta cámara, como el mismo
reconocerá posteriormente, el primer recuerdo que tiene de la fotografía unida
a su vida.
Decidió
alistarse en la marina y pasó dos años en las costas de Vietnam, e inmediatamente a su regreso, su familia se
mudó a Hawái y decidió pasar un tiempo viajando
alrededor del mundo visitando Asia, Europa y América Central. Después de
su periplo, siguió formándose en fotografía y estudiando con grandes
profesionales en San Francisco y en Brooklyn. Lo que le llevo, a dedicarse a la docencia y a la creación
artística a partes iguales.
Su
historia, es una historia de casualidades o del destino o de caprichos del
universo. Llego a todos sus relatos intentando recobrar y definir la capacidad
de captar todas las formas. Fue un regalo, en forma de cámara acuática, el que
le llevo a unirse a la belleza marina. Ahí su historia hablaba de surferos,
nadadores y de los animales que habitan el mar.
Después
llegó la historia de los delfines. A través de la sugerencia de un amigo, allá
por el año 90, comenzó fotografiar a estos animales. Y con esa sugerencia creo
una de las mejores galerías de fotografía en blanco y negro submarina y
acuática. Trabajó en la Kealakekua Bay en trabajos fotográficos de inmersión
que le llevaron a colaborar en varias revistas del Pacífico y del Caribe. Fue
el resultado de la unión de la manifestación de la belleza y de su estilo de
pensamiento.
Más
adelante, en el año 93, comenzó su serie de retratos submarina. Era la historia de Elise, su hija. Desde los 6
meses hasta los 2 años de edad, el artista estudió y exploró la interacción de la
niña con el océano mientras esta, aprendía a nadar. Realmente, desde su propio
reflejo, nos habla de nosotros, del ser humano en interferencia con el mundo marino, del
desarrollo de la consciencia del medio y de la pertenencia a él.
La
historia de los acuarios se desarrolla en los años posteriores. Una
investigación basada en concebir y plasmar con su cámara la realidad de la
incoherencia humana. Un trabajo donde habla de la conciencia social que se
agita al crear mini océanos perfectos mientras nos dedicamos a destruir el
océano real. Una serie de fotografías
que son ni más ni menos que una metáfora donde el artista yuxtapone el encanto
del medio natural con la crudeza del expolio humanístico.
El
artista siempre ha tenido la convicción de que su disparo artístico podría
crear conciencia social y por ello decidió utilizarlo en su beneficio,
fotografiando leproserías, el mal estado del mar, la migración de las aves y
los cielos en consonancia con el mar.
Yo no
puedo evitar pensar en ese “instante decisivo” que Levin capta y que Cartier
Bresson definió. Pienso en que más que un análisis del fotograma, todo se basa
en una historia personal como relato de un viaje. Como relato de una vida. Es
un cuaderno de bitácora unido al mar desde sus comienzos. A mi me parece
absolutamente imposible no oler a mar en la historia de Wayne Levin.
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