Rafael Hernández
Estimado caballero Guardiamarina Ari;
Por medio del práctico del puerto, en la ultima
recalada de este marino para aprovisionar la nave, me llegó su carta en medio
de un grueso fajo de mayor o menor correspondencia. La suya, por eso, era
inconfundible. Letra cursiva, de impecable factura y largo vuelo en el trazo y
un papel de carta, con olor a romero y lavanda y a terrones de seca arcilla. Es bueno recibir letras de los amigos. Más aún si uno ha estado ausente tantas
jornadas. Pero lo mejor es como estos amigos se acuerdan de uno y de los pasos
que da en este mundo. La dicha de estas cosas alegra el corazón de este viejo
lobo y pinta una dulce sonrisa en los labios que perdura durante jornadas.
Es una hermosa carta que comienza con un afán
desmedido por los palabros, que uno, no deja de considerar tiznajos. Letras más
grandes oscurecen el brillo de las mías. Pero es justo reconocer, que también
ellas aligeran la carga de mis días y llenan mis horas de soledad en este
viaje, emprendido hace unos años, que sólo los vientos saben donde me llevará.
He de contaros que leí la historia del perro.
Hermosamente triste. La he leído con placer. Lo veis, esa es una muestra de mejores palabros que los de un
servidor. Los leí mientras guiaba la caña de este nueva nave con que surco las
aguas. Es un falúa con dos velas triangulares por arboladura, inapropiada para
travesías por los tempestuosos océanos, pero de gran utilidad para el cabotaje
a una prudente distancia. Es robusta, sencilla y me permite manejarla en
soledad, sin la concurrencia de manos añadidas que estorbaran, si acaso, la
placidez de mis días. Lejos quedan los días de comandar aquel hermoso navío de
tres puentes, donde este marino encalleció su espíritu y cuerpo. Lejos quedan los
días de batallas sin cuento. De ordenar las baterías contra el enemigo y buscar
su arboladura por el ancho mar de este mundo. Lejos por fortuna. No cambio mi
lento navegar sin rumbo de estos días, por aquel incesante desgaste de batallas
a toca penoles. Ya tuve bastante olor a pólvora y sabor de ron y sangre en el
gaznate para mucho tiempo. Creedme que no lo hecho de menos.
El caso es que, esta noche, tras la cena, he vuelo a
leer la historia del perro. Esta vez no para mi, si no para los oídos de este peludo
cuatro patas que, de improviso, se unió, como avezado grumete, al errabundo
navegar de este marino. No busqué yo su compañía, pero la vida lo subió a bordo
y no es menos cierto que, tras tantas
jornadas ya juntos, pese a no haberla buscado, de faltarme, creedme que
extrañaría esa compañía suya. Los sabuesos se hacen de querer. Son listos para
eso.
He leído esas palabras para él, mientras, tumbado a
mi lado, con la cabeza sobre mis piernas, me miraba como si en verdad
entendiera de historias contadas por pluma de humanos. Al acabar, primeramente
ha soltado un sonoro bostezo y luego un corto y seco ¡guau!, para seguir
dormitando cuan largo es. Quien sabe. Quizás le haya gustado. Luego me he
levantado para coger papel y pluma y contestaros a vuestra amable misiva. Esa
historia del perro, me ha recordado otra vieja historia de los días de mi vida,
también ligada a la vida de un perro y como buen verborreico, no desisto de
contárosla, si acaso, por corresponder a la vuestra. Esta es la historia;
Hace muchos años, un día de verano, mi padre trajo a
casa, un regalo inesperado. Una bola de piel, pelo, uñitas, hocico y ojos, que,
en seguida, nos llegó al corazón. “Crecerá y dará problemas”, murmuro mi madre
por lo bajo. Pero no le hicimos caso, por que los ojos con que miraba a aquella
bolita de vida desmentían cualquier enojo.
Y la bolita se hizo mayor. Bien es cierto que no
mucho. Apenas levantaba un palmo su cruz del suelo. Uno y medio escaso, si
contábamos su cabeza erguida. Era paticorto hasta lo risible. Panzudo, de largo
rabo, cabeza pequeña y largas orejas. Un cruce de mil leches, de entre las
cuales, el veterinario, para rellenar la casilla de su cartilla medica,
dictaminó que era “cruce de pequinés”. Y nosotros nos reíamos, porque de
pequinés tenia aquel perro, si acaso, su minúscula hechura. Pero en eso quedó
la cosa.
Adornaban al chucho, por lo demás, el que padecía de
un apetito insaciable, una querencia a morder a todo y a todos, incluidos su
familia adoptiva, un carácter de mil rayos de demonios, una soberbia sin limite
y un amor a dormir bajo las ruedas de cualquier carruaje, que le mantenían en
permanente estado de deslucimiento, siempre cubierto de barro y grasa. ¡Que de
baños le dimos a aquel perro, amigo!. Merecida fama se ganó el animal entre el
vecindario: “Que feo y que mala leche, tiene el jodio!”, era el común opinar de
todos. Nosotros no decíamos nada, porque le queríamos, pero, en nuestro fuero
interno, no teníamos más remedio que reconocer que si, que feo y mala leche, lo
era, y un rato largo.
Y así transcurrieron los años.
Quiso la vida, un otoño, regalarnos con la presencia
de otra vida en casa. Mi hermana pequeña. Nació y trajo el contento a casa.
Todo era estar por ella. Incluido, increíblemente, aquel perro feo y malcarado.
El primer día que llegó a casa, el chucho se la
quedó mirando como no sabiendo bien bien como tomar aquello. Mi madre se sentó
en el sofá, con la niña entre los brazos y se la mostró para presentársela. La
tensión era algo obvia. Conociendo las pulgas del can no era para menos. Y he
aquí que se obró un raro prodigio. El chucho, despacio, se acerco a esa pequeña
vida que le mostraban, despacio acercó su hocico para olerla y un segundo
después....comenzó a menear el rabo de alegría y babear de contento.
Increíble. Nos dejó de piedra. Cuando todos temíamos
un signo de rechazo, o al menos, un gruñido de disgusto, aquel chucho decidió,
por si mismo, que aquello es lo mejor que le había pasado en aquella casa,
superando con creces, la estupenda cocina de mi madre. Y así fue. Esa misma
noche, mudo su sueño a los pies de la cuna de mi hermana y nunca más se separó
de ella.
Allá donde iba la niña, allá que iba el perro. Y
pobre de aquel que quisiera acercarse a ella sin su consentimiento. Un mordisco
en el tobillo, es lo menos que se llevaba. Incluidos nosotros si nos
despistábamos. No fuera cosa, quizás, que olvidáramos las pulgas que se
gastaba. Solo en presencia de aquella niña, mudaba el carácter del perro, hasta
el punto, que al crecer, el fue el juguete favorito de ella. Textualmente. No
dejaba de ser admirable, como aquel chucho de tan mal genio, de dejaba
aporrear, patear, arrastrar tirado del rabo y perrerías por el estilo. Más
asombro causó, cuando la niña consiguió no solo esto de él, si no que, en
quietud absoluta, se dejo, vestir primero y maquillar después, hasta el
ridículo. Y acompañarla, disfrazado como a ella le venia en gana, con gusto,
por donde quisiera. Así fuera a pasear por las calles, el caminaba contento a
su lado. Eso si, pobre del descuidado que se le ocurriera reírse de su aspecto,
porque salía escaldado, sin miramiento.
Y así nos fue en la vida con aquel chucho. Un día,
ya mayor, partió de nuestro lado. Le llamábamos Jumbo, porque era todo orejas.
Y era el perro más cascarrabias y feo del mundo, con toda seguridad. Pero
trajo, con su forma de ser, mucha vida a nuestras vidas. Y fue el mejor amigo
que uno podía tener.
Si no, que le pregunten a mi hermana.
Esa es la historia que tus palabras han rescatado de
mi memoria. Gracias amigo por ello. Este cuatro patas que ahora me acompaña y
yo te agradecemos el momento vivido.
En otra ocasión hablaremos de lo que se tercie. Hoy
me quedo con haber hablado de perros contigo. De buenos perros y de mejores
compañías.
Un afectuoso saludo y que los vientos te sean
siempre favorables.
El cuento es precioso pero que conste que ese perro nunca fue feo, tenía personalidad. Jumbo siempre te recordaremos.
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