domingo, 18 de mayo de 2014

El mar de Pichón.



Rafael Hernández


Para Soni, un brazo de mar.




La niña pasaba todo el tiempo que podía ahí, de pie, mirando por la ventana que daba al patio de luces, deslucido, angosto y en semipenumbra perpetua. El resto del tiempo estaba en la escuela, hacía sus deberes y recados, acompañaba a sus padres donde hubiera que ir. Era buena estudiante, era una hija amable y atenta. Pero parecía vivir en otro mundo. Un  mundo de fantasía interior del que asomaba una luz intensa cuando estaba ahí, de pie, mirando por la ventana. Y nunca hablaba si no se le preguntaba algo. Normal que los padres pensaran que alguna enfermedad le comía por dentro. Normal que cuando la llevaron a los médicos, se abrazaran las manos y cruzaran una mirada de angustia no verbalizada.
Pruebas y más pruebas para no hallar nada que no fuera evidente. Estaba dando el estirón, bien que no mucho, la niña sería una pequeña mujer en el estricto sentido de la palabra. Y estaba algo flacucha. Nada más. Ante la afligida mirada de los padres, el medico dio su opinión; “Un cambio de aires, eso es lo que la niña necesita. Llévenla una temporada al mar”. Eran otros tiempos y los cambios de aire arreglaban todo lo que no se sabía como arreglar. 

Esperaron hasta la llegada del verano y el mes de agosto, cuando el padre cerraba la notaría por que en la ciudad no había nada que notar. Cargaron el utilitario hasta arriba de maletas y el padre condujo y condujo, atravesando mesetas, pueblos, montañas y ríos hasta llegar al pueblo donde aguardaba la pequeña casa que heredó de sus padres y a la que no habían vuelto en quince años. Y llegando al pueblo, llegaron al mar. Era noche cerrada cuando pararon ante la casa. Les esperaba la prima Remedios, ama de la casa en ausencia de los demás. Pocas palabras y abrazos, algo caliente para cenar. La niña ni se enteró. Llegó dormida.

Temprano, la niña abrió los ojos. Ya antes de abrirlos el olor del mar inundo su olfato y los sonidos del pequeño puerto de pescadores le llenó los oídos. Saltó de la cama y corrió a la ventana para decirse que si, que había llegado al mar. Tardó lo que tarda un  suspiro en vestirse. Bajó corriendo a la cocina como corren los gatos cuando tienen hambre. “¡Buenos días!” gritó a quien le oyera mientras se tragaba de golpe el tazón de leche y con un chusco de pan en la mano, salió corriendo a la calle. “¡Espera hija! ¡¿Donde vas?!” gritó el padre asustado. “Déjala, se ha ido a ver el mar y en este pueblo nos conocemos todos, nada de malo le va a pasar”, dijo la madre. “¿Has visto con que alegría nos ha saludado?”, añadió como en voz alta.

Con esa alegría, la niña llegó al mar. El primer día estuvo horas y horas con los pies dentro del agua. Horas y horas corriendo de aquí para allá entre el pequeño puerto de pescadores y la playa. Y preguntando a quien tuviera al lado que era esto y lo otro y como se llamaba esta cosa de aquí y la otra cosa de allá. Durante la cena se quedó dormida contando a sus padres todo lo que había visto y aprendido. Así acabó, rendida, su primer día en el mar. Y los padres no sabían ya a que cielo dar las gracias por el instantáneo cambio, a mejor, de su hija.

A la mañana siguiente, la niña repitió su hazaña y aún se atrevió a más. A vista de los padres para no darles miedo, se adentró en las aguas de la playa, hasta donde casi le cubría. La niña no sabía nadar. Pero allí estuvo, haciendo como que si sabía, hasta que los padres la llamaron para comer y mas tarde, para cenar. Al tercer día, la niña se fue directa a la playa y allí estuvo hasta que aprendió, por si misma, a flotar. Tres días más tarde la niña nadaba con facilidad. Sin que nadie le hubiera enseñado. Como por ensalmo. Unos días después llegó lluvia y marejada y la niña, que no podía nadar, estuvo todo el tiempo dando vueltas por el pequeño muelle de pescadores, sin perder de vista el mar. Ese día, el Morena, un viejo pescador del pueblo, la vio llegar hasta el cobertizo donde estaba remendando sus redes y la llamó; “¡Eh, Pichón, ven aquí que se tan a mojar las aletas!”. El Morena tenía facilidad para apodar a cualquiera. Y la niña que tenía un nombre propio, sonrió al oírse nombrar así. Y en Pichón para siempre y para todos se quedó.

Para cuando acabaron las vacaciones, la niña había adoptado la mar como casa, se volvió medio negra de tanto nadar y tanto sol, había adoptado al Morena, que ella llamaba “patrón” y aprendió con él todo cuanto de pescar y manejar una barca, se podía aprender en aquella costa. Y nadaba. Nadaba todos los días. Como si eso le diera la vida. Un minuto después de emprender el regreso, el rostro de la niña volvió a nublarse. Volvieron a la ciudad, donde el padre abrió la notaría, la madre cuidaba de todos y hacía ganchillo escuchando la radio y la niña mudó el color de piel mirando tras la ventana. En el horizonte, más allá del patio de luces, en línea recta, esperaba su otra madre, la madre mar. Y los padres por un tiempo dejaron también de hablar y parecieron no querer saber. Pero sabían. Habían aprendido a saber. Así que hicieron lo que habían de hacer. El padre movió papeles para permutar plaza. La madre ordenó lo que había de ordenar para despedirse de una casa y una vida que ya no era de su familia. Cuando llegó el verano, un camión de mudanzas acompañó el viaje del utilitario. Y la niña volvió a sonreír. Al fin y para siempre volvía para estar con la madre mar. Esa felicidad, apartó todo lo que hizo falta apartar, de comparar la vida de la ciudad con la vida en aquel pequeño pueblo, medio olvidado entre caminos. Los padres aprendieron a ser felices allí y así también.

De vuelta a su vida, Pichón nadaba y nadaba. Se aprendió todos los recovecos, los bajíos, las escarpaduras y cada ola que saludaba aquella tierra. Aprendió los nombres de todos los peces y de todos los vientos y mareas. Manejaba la barca del Morena, a sus catorce años, tan segura como el primer marino que gastó su vida en ello. Llegaba más rápido y más lejos que nadie con sus brazadas. Y aprendió a bucear, ella sola, una vez más como por ensalmo. “¡Una vez, no más necesita saber las cosas para prenderlas y hacerla suyas, carallo de niña, ni que Posidon la educara!”, dijo una vez el Portu, que llevaba la pequeña marina del pueblo y arreglaba cualquier cosa que navegara las aguas. Entre mar y mar Pichón acabó la escuela y a nadie, empezando por sus padres, se le ocurrió preguntarle que quería hacer. Pichón ya hacía lo que quería y era tan libre como el viento y tempestuosa como la madre mar. Salía de casa antes de romper el alba y volvía para cenar. Y todo el tiempo entremedias era para estar en la mar, ahora nadando, ahora pescando con el Morena, o arreglando motores y calafateando cascos con el Portu, ahora buceando para reflotar sacos y sacos de basura, que con paciencia tiraba a los contenedores. Nadie le mando hacerlo. A fuerza de constancia y quintales de basura, el ayuntamiento colocó un par de contenedores especiales para ello. Los lugareños y los turistas que la veían salir del agua con aquellas bolsas de red llenas de basura entre sus manitas, se lo pensaban antes de tirar el bote de refresco por la borda. Y no lo hacían. Esta fue la primera victoria de Pichón, que ganó sin que pareciera importarle. Ella limpiaba porque no podía entender que se ensuciara.

Un día, el Morena, a vista de todos, le pago su sueldo por haber ayudado en las capturas del día. De ese modo todos entendieron que si buscaban su ayuda, esta tenía un precio. Y Pichón, que nada quería saber de dinero, se lo llevó a su madre. De ese modo se pagaban las cosas que cogía del ultramarinos, de la marina y la ferretería del pueblo, de la papelería y todo lo demás. Porque, de igual modo que Pichón no pedía nada por su trabajo, tampoco daba nada por lo que necesitaba. Y nunca pareció entender el tiempo que las personas perdían por “me debes esto y esto cuesta tanto”

De igual modo que cogía cuanto necesitaba, podía emerger del agua y plantarse en la cubierta de cualquier cosa que flotara, barca, zodiac, velero, patrullera, daba igual. Si estaba cansada, o tenía sed o tenía hambre, cualquier casco a mano lo hacía suyo. Luego “si te he visto no me acuerdo” y vuelta a chapuzarse en el agua. A fuerza de costumbre, ni los patrones de la zona, ni aún los patrulleros, se asombraban ya. A los turistas y a los de paso si les extrañaba y aún alguno, vanamente, intentó denunciarla. “¡Protesto enérgicamente! ¡Esto es un abordaje y un acto de piratería en toda regla!” gritó indignado un capitán de la armada inglesa, de vacaciones a bordo de un hermoso cúter, después que Pichón se zampara unos sándwiches y una jarra de limonada dispuesta a bordo. “¡Pero Almirante, si es una niña que no hace na malo, ¿qué quiere usté, que la pasemos por la quilla, o la colguemos del palo mayor?¿Qué se le debe por las molestias?!”, le contestó el cabo Sierra en el cuartelillo. Y ahí acabó la cosa.

Otro día, Pichón ayudó a un equipo de rastreo submarino de cierto museo, a localizar los restos de un pecio hundido en la zona. Ahí demostró tres cosas; Que tenía una capacidad pulmonar fuera de lo común y un olfato único para leer las señales bajo y sobre el mar. Que conocía aquella costa mejor que nadie. La tercera es que se había convertido en una mujercita ágil y hermosa. Le partió el corazón a todos los hombres del buque de rastreo. Pichón se hacía mayor, pero no daba muestras de querer enterarse del asunto. El hijo del Portu suspiraba a escondidas desde que la conoció.

Pasó el tiempo. Como en un embrujo, la niña Pichón se transformó en una hermosa mujer que iluminaba la vida con su sonrisa y su amor por la madre mar. En ese tiempo murió el padre. Pichón estuvo muchos días recluida en casa haciendo compañía a su madre. “Vete, mi niña, a lo que tengas que hacer, que yo estoy bien”, le dijo su madre cuando se cansó de verla mustiarse entre paredes. Y Pichón se fue a nadar con los peces despidiendo a su padre entre brazada y brazada.

Un verano llegó al pueblo una furgoneta vieja y desastrada, con la música muy alta y llena de chicos jóvenes y tablas de surf. Era la primera vez que pichón veía una tabla de surf y los chicos buscaban con urgencia un taller para su furgoneta. “Os arreglo la furgoneta y me enseñáis a montar en esa tabla”. Trato hecho. Los chicos no sabían de que asombrase más, si de la facilidad con que arregló un motor que era cosa de marcianos para ellos, o de lo rápidamente que aprendió a cabalgar las olas. Como si lo hubiera hecho toda la vida. Pichón era feliz y olía a parafina. Los chicos se quedaron un par de semanas acampados por ahí. Una mañana la furgoneta ya no estaba y Pichón tampoco. Era canto viejo. “Volverá. Solo está probando sus fuerzas hasta donde le dejen nadar”. Eso dijo la madre. Y nadie replicó, aunque más de uno se decía que ya le habían visto el pelo y cosas por el estilo. El hijo del Portu lloró su rabia a escondidas, luego le dio por beber e irse de putas.

Pasó el verano y buena parte de aquel otoño. Cuando menos la esperaban, Pichón apareció por el pueblo. Se encerró unos días en casa y tímidamente volvió a salir al mar. Pero no sonreía y parecía ajena a todo. “¿Qué pasa Pichón, se te naufragó el alma por esas tierras?” le preguntó un día el Morena a bordo de la barca. Pichón, callada y distraída, se llevó las manos al regazo. “¡Acabáramos! Así que lo que pasa es que tienes miedo”. Pichón alzó la vista hasta cruzarla con el Morena y este vio todo lo que había que ver. “No tengas miedo. Eso que viene será un hermoso pececito al que tendrás que enseñar a nadar”. Y Pichón volvió a sonreír. No lo había visto así hasta ese momento. La vida volvió a llenarse con su sonrisa y con todo el amor que llevaba consigo. Unos días antes de dar a luz, pichón pareció acordarse de algo. Fue hasta la marina y le preguntó al Portu. Salió corriendo, llegó hasta la casa de citas de la señora Pura, cogió del brazo al hijo del Portu y se lo llevó a su casa. Le plantó un par de bofetadas ahí delante de su madre y luego lo beso en la boca. “Sube, date una ducha y cámbiate, desde hoy vivirás conmigo y nadie más”. Así era Pichón, proa avante y poca palabra. Bernardo, que así se llamaba el hijo del Portu, fue, desde ese día, un hombre feliz. Aunque alguno se muriera de envidia. “Y ándate con ojo, chaval, que si le fallas a Pichón, me pierdes como padre. Te tocó la lotería, ahí es nada”, le dijo muy serio el Portu, cuando Bernardo, al otro día, le contó las nuevas.

Y en esas nuevas y en esas historias estamos al hilo de este contar. Pichón y su pequeño pececito salen cada día a estar con la madre mar, donde siempre hay algo que hacer y algo que aprender. Bernardo ayuda a su padre y atiende la casa, para lo que la madre es muy mayor y para lo que Pichón no nació. Y, no necesita decirlo, es el hombre más feliz de la tierra. Al menos de la pequeña porción de mar y tierra que nos ocupa.

-       Hay que joderse, parroquia.
-        ¿Por qué dices ahora eso, Morena?.
-       Mírala. No hay más que mirarla. Cuando nada cerca de ti, solo puedes dejar lo que estas haciendo y pararte a mirarla. Es como un encantamiento.
-       ¿Y por eso hay que joderse?- preguntó Arturo, un parroquiano que intentaba ganarse las lentejas con la pluma, pero ese es otro contar.
-        Pues claro que lo digo por eso, Atunico, ¿tu me entiendes verdad Portu?.
-        ¡Andáramos y tanto que te sigo!.
-        Pues me lo explicáis que no lo pillo.
-   Porque aún estas verde, Atunico. Toda la vida partiéndonos el alma por estas desagradecidas aguas de Dios, y viene una niña de ciudad y se queda con el mar.
-        La mar escoge y no hay más mientes – Remató el Portu.
-        Y con esto quieres decir….
-         … que ni tuyo, ni mío, ni del Portu, ni de nadie… ¡Este mar es de Pichón!.
-         ¡Y ansí sea y ansí se quede, carallo, que la va como un regalo!.
-         Ahora os pillo viejos zorros. Algo de envidia se masca por aquí ¿eh?.
-         Y lo sea o no, tu no le quites ojo, que algo ganaran tus letras con ello, Atunico.
-         Así sea. ¡Por el mar de Pichón, parroquia!

Y así alzaron cada cual su vaso y bebieron a la salud de la madre mar que Pichón había hecho suya.



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