Rafael Hernandez
Y ahí es donde
andaba el hombre, a lo suyo. Esa era su respuesta cuando cualquiera le hacía la
fatídica y parece que inevitable
pregunta de “¿Como anda hombre?”, o, “¿Como vas?”, o, aún, “¿Como te va?”… o cualesquiera de las
combinaciones posibles de la conocida requisitoria. Y el hombre cada día
contestaba con más desgana; “Como
siempre”. Que es ese tipo de respuesta que, si uno está atento, en seguida
sabe que lo que en realidad le están diciendo es, poco más o menos, esto “¿Por que no se van Utd. Y su ingenioso
verbo más allá de donde pasta la última de las vacas de este mundo y nos dejan
a mi y mis asuntos a lo nuestro, como siempre”. El hombre nació en
sociedad. Deconstruyó el tiempo de horarios escolares tal como presignan las
leyes y algo más. Ha tenido sus más y sus menos en esta vida, o eso podemos
deducir de su mucha ancianidad. Si juntamos estas cosas y las aderezamos con a
saber cuantas especias más, damos por sentado, con el peligro que esto tiene,
que el hombre, hace ya una barbaridad de tiempo que desistió de instruir a los
que nada quieren saber, fuera de si mismos, y acabó por acortar la enseñanza
hasta su última coletilla. “Como siempre”,
entonces, ahí estaba el hombre. A lo suyo.
Y lo suyo, como siempre, es la madera y el
mar. En tiempos pasados fué carpintero de ribera. Oficio de herencia, que se
remonta y se remonta en el arbol familiar, hasta donde es posible retroceder.
En este caso, hasta donde se recuerda; El primer varón de la familia no fué carpintero,
pero si comerciante marítimo, trocado en corsario contra el turco, que por
entonces era oficio de más prestigio y con mejores dividendos. Siempre y cuando
la empresa fuera bien, claro está. Que mal, mal, no parece que le fuera al
hombre porque a la generación siguiente ya fueron armadores y, a la siguiente,
en la estela de los vaivenes económicos, ya eran dueños de un pequeño
astillero, arrendado en los muelles, especializado en laudes, balandras y
gabarras, cascos de pequeño y mediano calado, adecuados para el comercio
fluvial y costero. Empresas mayores quedaron en manos más pudientes que
pudieran asumir el riesgo de las astronómicas inversiones. El negocio burgués,
abarcable y seguro eran las raices heredadas por el hombre. Y a eso dedicó su juventud.
No fueron malos tiempos. De hecho se
convirtió en un mercado floreciente. Desde que el nivel del mar subía y subía,
reclamando, primeramente, todo el litoral robado, para continuar, el mismo,
robando, año a año, braza a braza, un poco más del litoral, el suyo era un
negocio floreciente, si señor.
De los tiempos
de la primera Gran Subida, apenas si quedaba ya memoria. Baste decir que
estamos en el tiempo en que los hombres están divididos entre los terrestres y
los acuáticos. Que dice el hombre, tiene cojones la cosa, pase lo que pase, los
hombres tienen que vivir por sus diferencias, no por aquello que les une, no
señor, no vaya a salir algo bueno de todo ese unirse. Es mejor perpetuar las
diferencias. Perpetuar las riñas y el dolor. Que tiene cojones la cosa, pero
que vamos, como siempre. El caso es que los negocios no iban nada mal, pero la
cosa de la madera fue en regresión. Por la competencia de los cascos de fibra y
metal, primero, para continuar con la aniquilación de los poquitos bosques del interior,
hasta el punto que hubo que delimitar el uso de la madera para contadísimos
casos. Que dicho así, no suena mal. Suena como suena, sencillo y protector.
Pero los
hombres somos hombres. Lo que es lo mismo que decir que todo se hace tarde y
mal. Cuatro bosquecillos es todo cuanto queda, vallados por asfalto hasta donde
se pierde la vista. A la porra el oficio de carpintero. Contando con que la
edad del hombre ya no le daba para más esfuerzos de los necesarios y la
conciencia de ser el último de su largo linaje, ya que el suyo fue un
matrimonio sin hijos y el era hijo único, pues que el hombre se vio mayor,
viudo y casi sin fuerzas. Y se dijo; “Renovarse
o morir”, que es lo que tantas veces nos toca en la vida. “¿Que sabe -se dijo el hombre- hacer mejor
un carpintero que agotar los bosques? Cuidarlos”. Pero ya hay policías
forestales, genetistas botánicos y quien sabe que retahíla de especialistas
más, chupando de las raíces de los árboles. “Entonces
¿que sabe hacer un carpintero de ribera?. Construir naves que puedan gobernarse
bien entre corrientes de mar y de aire. Cuidar de los bosques que es su materia
prima”.
Unos cuantos
años dedicó a meditar esta verdad el hombre. Hasta que la idea, difusa en un
principio, en un mar de calma chicha de ideas, cogió, un buen día, un pequeño
soplo de viento, suficiente para dar vida a la panza de sus velas y navegar a
buen ritmo y sin desmayo. Y es eso que, desde entonces, el hombre está a lo
suyo.
Lo suyo es un
pequeño negocio burgués, abarcable y seguro, hecho a la medida de la soledad
del hombre. Hecho a la medida de siglos de experiencia acumulada. Hecho a la
medida del don de sus manos. Hecho por el hombre a su propia medida. El afán
que alienta el negocio y el quehacer del hombre, tiene más que ver con aquel primero
de su linaje. Algo de romanticismo no falta aquí. De trasnochado romanticismo.
Pero romanticismo al cabo. En eso está el hombre. A lo suyo.
Lo difícil son
los cálculos. La obtención de los permisos es cosa imposible, lo que implica un
mucho de clandestinidad y de esos aires perdidos de corsario. Menos complicada
es la obtención de recursos. Los navíos que salen de las manos del hombre
apenas miden un palmo escaso. Lo que da la ventaja añadida que el actual
astillero, apenas si ocupa una pequeña parte de la caravana con que el hombre
se mueve por los caminos de las tierras de hoy. Y a nadie, por muy inspector de
recursos arborícolas que sea, le extraña ni le molesta ver que un anciano,
dedica sus horas de ocio a construir pequeñas naves de impulsión solar, de
maderas artificiales, con muy escasa autonomía y una carga útil insignificante.
Así que hay
está el hombre, a lo suyo, con sus pequeños laudes impulsados por velas
solares, que hoy navegan las corrientes de aire, en un vuelo en apariencia
caprichoso, pero estudiado hasta el más pequeño de los detalles. Las personas
se alegran cuando uno de esos pequeños laudes, de vivos colores, hiende el aire
con la proa, por encima de sus cabezas. Se han convertido en unos juguetes muy
populares. Nadie se fija que, de tanto en tanto, uno de ellos, se aleja un poco
y se pierde hasta caer, como por accidente, en una pequeña porción de tierra. Y
ahí se queda, como un juguete roto, deshaciéndose hasta que su ínfima carga,
enraíza sobre la humedad y descomposición de la suave madera.
Lo más difícil
son siempre los cálculos. Cual es la corriente de viento dominante y adonde
lleva y acertar con el tipo de semillas adecuado, por ejemplo. Y eso si,
siempre, cruzar los dedos para que las pequeñas motitas de color que navegan
los cielos, salgan airosas de su empresa, sin sobresaltos, ni tormentas, ni
golpes de viento adversos, ni ninguna de las cien mil cosas que pueden surgir
en una riesgosa travesía, y arriben, finalmente, a buen puerto. Que es para lo
que un carpintero construye siempre sus naves. Para arribar a buen puerto, o al
menos a un puerto seguro cualquiera.
El hombre, que
conoce bien su oficio, confía en su buen hacer y en que los vientos le sean
propicios. Como siempre. A lo suyo.
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