domingo, 13 de abril de 2014

El señor de los vientos y las mareas



Rafael Hernandez 


Y ahí es donde andaba el hombre, a lo suyo. Esa era su respuesta cuando cualquiera le hacía la fatídica  y parece que inevitable pregunta de “¿Como anda hombre?”, o, “¿Como vas?”, o, aún, “¿Como te va?”… o cualesquiera de las combinaciones posibles de la conocida requisitoria. Y el hombre cada día contestaba con más desgana; “Como siempre”. Que es ese tipo de respuesta que, si uno está atento, en seguida sabe que lo que en realidad le están diciendo es, poco más o menos, esto “¿Por que no se van Utd. Y su ingenioso verbo más allá de donde pasta la última de las vacas de este mundo y nos dejan a mi y mis asuntos a lo nuestro, como siempre”. El hombre nació en sociedad. Deconstruyó el tiempo de horarios escolares tal como presignan las leyes y algo más. Ha tenido sus más y sus menos en esta vida, o eso podemos deducir de su mucha ancianidad. Si juntamos estas cosas y las aderezamos con a saber cuantas especias más, damos por sentado, con el peligro que esto tiene, que el hombre, hace ya una barbaridad de tiempo que desistió de instruir a los que nada quieren saber, fuera de si mismos, y acabó por acortar la enseñanza hasta su última coletilla. “Como siempre”, entonces, ahí estaba el hombre. A lo suyo. 

Y lo suyo, como siempre, es la madera y el mar. En tiempos pasados fué carpintero de ribera. Oficio de herencia, que se remonta y se remonta en el arbol familiar, hasta donde es posible retroceder. En este caso, hasta donde se recuerda; El primer varón de la familia no fué carpintero, pero si comerciante marítimo, trocado en corsario contra el turco, que por entonces era oficio de más prestigio y con mejores dividendos. Siempre y cuando la empresa fuera bien, claro está. Que mal, mal, no parece que le fuera al hombre porque a la generación siguiente ya fueron armadores y, a la siguiente, en la estela de los vaivenes económicos, ya eran dueños de un pequeño astillero, arrendado en los muelles, especializado en laudes, balandras y gabarras, cascos de pequeño y mediano calado, adecuados para el comercio fluvial y costero. Empresas mayores quedaron en manos más pudientes que pudieran asumir el riesgo de las astronómicas inversiones. El negocio burgués, abarcable y seguro eran las raices heredadas por el hombre. Y a eso dedicó su juventud.
No fueron malos tiempos. De hecho se convirtió en un mercado floreciente. Desde que el nivel del mar subía y subía, reclamando, primeramente, todo el litoral robado, para continuar, el mismo, robando, año a año, braza a braza, un poco más del litoral, el suyo era un negocio floreciente, si señor. 
De los tiempos de la primera Gran Subida, apenas si quedaba ya memoria. Baste decir que estamos en el tiempo en que los hombres están divididos entre los terrestres y los acuáticos. Que dice el hombre, tiene cojones la cosa, pase lo que pase, los hombres tienen que vivir por sus diferencias, no por aquello que les une, no señor, no vaya a salir algo bueno de todo ese unirse. Es mejor perpetuar las diferencias. Perpetuar las riñas y el dolor. Que tiene cojones la cosa, pero que vamos, como siempre. El caso es que los negocios no iban nada mal, pero la cosa de la madera fue en regresión. Por la competencia de los cascos de fibra y metal, primero, para continuar con la aniquilación de los poquitos bosques del interior, hasta el punto que hubo que delimitar el uso de la madera para contadísimos casos. Que dicho así, no suena mal. Suena como suena, sencillo y protector.
Pero los hombres somos hombres. Lo que es lo mismo que decir que todo se hace tarde y mal. Cuatro bosquecillos es todo cuanto queda, vallados por asfalto hasta donde se pierde la vista. A la porra el oficio de carpintero. Contando con que la edad del hombre ya no le daba para más esfuerzos de los necesarios y la conciencia de ser el último de su largo linaje, ya que el suyo fue un matrimonio sin hijos y el era hijo único, pues que el hombre se vio mayor, viudo y casi sin fuerzas. Y se dijo; “Renovarse o morir”, que es lo que tantas veces nos toca en la vida. “¿Que sabe -se dijo el hombre- hacer mejor un carpintero que agotar los bosques? Cuidarlos”. Pero ya hay policías forestales, genetistas botánicos y quien sabe que retahíla de especialistas más, chupando de las raíces de los árboles. “Entonces ¿que sabe hacer un carpintero de ribera?. Construir naves que puedan gobernarse bien entre corrientes de mar y de aire. Cuidar de los bosques que es su materia prima”. 
Unos cuantos años dedicó a meditar esta verdad el hombre. Hasta que la idea, difusa en un principio, en un mar de calma chicha de ideas, cogió, un buen día, un pequeño soplo de viento, suficiente para dar vida a la panza de sus velas y navegar a buen ritmo y sin desmayo. Y es eso que, desde entonces, el hombre está a lo suyo.
Lo suyo es un pequeño negocio burgués, abarcable y seguro, hecho a la medida de la soledad del hombre. Hecho a la medida de siglos de experiencia acumulada. Hecho a la medida del don de sus manos. Hecho por el hombre a su propia medida. El afán que alienta el negocio y el quehacer del hombre, tiene más que ver con aquel primero de su linaje. Algo de romanticismo no falta aquí. De trasnochado romanticismo. Pero romanticismo al cabo. En eso está el hombre. A lo suyo.
Lo difícil son los cálculos. La obtención de los permisos es cosa imposible, lo que implica un mucho de clandestinidad y de esos aires perdidos de corsario. Menos complicada es la obtención de recursos. Los navíos que salen de las manos del hombre apenas miden un palmo escaso. Lo que da la ventaja añadida que el actual astillero, apenas si ocupa una pequeña parte de la caravana con que el hombre se mueve por los caminos de las tierras de hoy. Y a nadie, por muy inspector de recursos arborícolas que sea, le extraña ni le molesta ver que un anciano, dedica sus horas de ocio a construir pequeñas naves de impulsión solar, de maderas artificiales, con muy escasa autonomía y una carga útil insignificante.
Así que hay está el hombre, a lo suyo, con sus pequeños laudes impulsados por velas solares, que hoy navegan las corrientes de aire, en un vuelo en apariencia caprichoso, pero estudiado hasta el más pequeño de los detalles. Las personas se alegran cuando uno de esos pequeños laudes, de vivos colores, hiende el aire con la proa, por encima de sus cabezas. Se han convertido en unos juguetes muy populares. Nadie se fija que, de tanto en tanto, uno de ellos, se aleja un poco y se pierde hasta caer, como por accidente, en una pequeña porción de tierra. Y ahí se queda, como un juguete roto, deshaciéndose hasta que su ínfima carga, enraíza sobre la humedad y descomposición de la suave madera.
Lo más difícil son siempre los cálculos. Cual es la corriente de viento dominante y adonde lleva y acertar con el tipo de semillas adecuado, por ejemplo. Y eso si, siempre, cruzar los dedos para que las pequeñas motitas de color que navegan los cielos, salgan airosas de su empresa, sin sobresaltos, ni tormentas, ni golpes de viento adversos, ni ninguna de las cien mil cosas que pueden surgir en una riesgosa travesía, y arriben, finalmente, a buen puerto. Que es para lo que un carpintero construye siempre sus naves. Para arribar a buen puerto, o al menos a un puerto seguro cualquiera.

El hombre, que conoce bien su oficio, confía en su buen hacer y en que los vientos le sean propicios. Como siempre. A lo suyo.

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